Desarma y Sangra (fragmento)

De forma espontánea, mientras prende el sexto cigarrillo de la corta jornada de trabajo y plantea su idea sobre cual sería la mejor forma de programar el marco teórico (y su idea es buena, ella lo sabe y sus compañeros de trabajo esperan que ella se pronuncie, su juicio es reconocido por ser certero, audaz, y de una u otra forma siempre logra reconducir el discurso del otro al suyo propio) gira su vista hacia el ventanal con las cortinas corridas del departamento de su amigo. En vez de detenerse en la belleza de la ciudad de noche, vista desde una altura panorámica, ve su cuerpo y su rostro reflejados en el vidrio. El impacto que le produce su imagen proyectada la causa una desagradable sensación. Ve su cintura aumentada por el pan que ha comido a destajo la última semana; sus ojeras, esos dos semicírculos alabados por él, de un morado intenso, que la hacen ver enferma, demacrada, vieja. El cigarro, que ha aumentado las precoses líneas de expresión de las orillas de su boca, y que son un recordatorio constante de lo mucho que se parecerá a su papá, a pesar de que hasta ahora es igual a su mamá en su juventud, hace nebuloso su reflejo. Ella lo prefiere, no quiere verse así, gorda, arrugada, ojerosa, e incapaz de ponerse sobre su cuerpo, de que su voluntad gane. Que esto sea finalmente un problema de voluntad aumenta a mil su frustración.
La frustración de saberse capaz de cosas mucho más complejas que ganarle a su voluntad, pero que finalmente los vicios y la ansiedad se sobrepongan a ella y la transformen en esa caricatura de si misma, que odia, que no reconoce, que hace patente todas sus miserias. Por que sus miserias ya no son las tristezas emocionales de la adolescencia, ahora son sus problemas, su desarma y sangra, lo que queda después del ejercicio de la conciencia.

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