Yo por yo.

No era la primera vez que viajaba. Antes ya había volado en avión, del cual lo que más recordaba era la maleta de dulces rosada, y la mochila Ladeco (esa empresa anterior a la era LAN), llena de lápices y libretas para dibujar. Siempre le gustaron mucho los colores; desde pequeña se sintió seducida por las tonalidades intensas y las formas llamativas. Dibujó mucho, recuerdo, siempre con más empeño que talento. Pero bueno, era una niña; la misma que mandaron al jardín a tempranos tres años para que no rayara más las paredes de su casa. Quizás tenía mucha energía, por eso siempre prefirió las pistolas a las muñecas. O los soldaditos, esos de plástico que vendían en una bolsita, como cualquier otro producto del supermercado de la esquina. Su mamá se preguntaba que si tanto gusto por lo masculino la iba a hacer rarita cuando grande. Sus dudas quedaron negadas con creces años después, pero ese es otro tema.
Iba mirando por la ventana. Después de pasar unas tres horas sola con su hermano, en ese, su primer alejamiento concreto de la seguridad materna, los temas de conversación y las posibilidades de acción no eran muchas más que pegarse un par de combos a la mejor provocación. Debería haberse entretenido mirando el paisaje, viendo como la cinco sur iba dejando atrás el verde al avanzar hacia el norte. Pero no; su fascinación fueron las rayas de la carretera. Una a una las iba contando, dos, tres, cuatro, diez, veinte y así. El problema era cuando el bus adelantaba, o cuando la carretera se tornaba curvilínea y la línea dejaba de ser punteada y se volvía continua. Entonces llegaban las dudas ¿Esa cuenta como una línea, o calculo el tiempo que dura y estimo a cuántas líneas punteadas equivalen? Así fue como la línea 158 se volvió eterna, ya no sabía si era 159, 250 o empezaba a contar de nuevo. Y que el Tomás no le hablara, le costaba concentrarse, y le seguía hablando, y la hizo perder la cuenta un par de veces… 1, 2, 3, 23, 56, 78…
- ¿Qué estai haciendo, ágilá?
- Qué te importa, déjame-
- Déeeejame… estai como las weonas contando, que weá estai contando? Y ma encima en voz alta…
- Es que estoy contando las rayitas de la calle….
- Jajaja, puta que soy weona, peritas verdes.
- Pásame la bebida mejor…
Y claro, perdió la cuenta. Como siempre perdió las cuentas de las muchas otras cosas que hizo después. Cuántos cigarros se fuma al día, cuantas horas pierde el tiempo al día, cuántas veces quiso a alguien y a la semana lo olvidó. O cuántos amantes deseó tener, o aquella polerita de la americana que alguna vez la volvió loca. Pero ahora ella me dice al oído que pensándolo bien no es que se le olviden las cosas, es que se le va la vida entre tanto detalle. Que cómo la estremeció ese involuntario roce, que como sería ser el dedo que se mete a la nariz y ver los vellos así, de cerquita. Que si los gatos se aburren, que cómo sería su vida si pudiese cantar aunque fuera un poquito parecido a Fiona Apple. Debe ser por eso que le cuesta tanto tomar decisiones, o quedarse mucho tiempo en el mismo lugar. Es que piensa que la vida es eso, movimiento. Y que “cuando dios nos da un don, también nos da un látigo, y ese látigo es para auto flagelarnos”. Pero entre tanta cosa, aún se pregunta si lo suyo es un don. Porque de flagelante no tiene mucho. Apostaría, más bien, por una intuición, un olfato, que muta, se transforma y crece a medida que sus convicciones cambian, las preguntas se tornan más profundas y la vida más feliz. Mientras, ya no se dedica a mirar la carretera por la ventana, prefiere hacer dedo y ver hasta dónde la pueden llevar.

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