Espera





Trabajaba por esos días como obrera de una tienda de retail. Mi primer verano en Santiago, mi primer mes en el Sindicato de Astronautas, el mes en que leí mi primer libro de Benedetti. Los días eran pesadamente iguales, con un tono arenoso, áspero, aturdido.

Recuerdo sentir claramente como la rutina me volvía a pedazos más amarga. Ser amargo es un estado que fluctúa, momentos en la vida que son alimentados por sucesivas situaciones donde el mundo te menoscaba, te veja. La violencia se ejerce cotidianamente, de una manera que difícilmente podemos controlar o evadir.

Tomar la micro, la Alameda por las mañanas, el aire acondicionado, sentarme a esperar, esperar, esperar. La sensación que guardo de ese tiempo es la conciencia de haberme pasado la vida esperando: esperando la micro, esperando no llegar tarde, esperando que llegue la gente, esperando que sea la hora de almuerzo, esperando que sean las 8 y salir. Salir a esperar que no sean pronto las 9, esperar que esa pega pase pronto y luego venga otra, y otra, y otra. Sin disfrutarla, sin emocionarse, estática, para ti y para las personas que te empiezas a encontrar todos los días, a la misma hora, en el mismo paradero.

La deshumanización del quehacer es lo que nos define hoy en día como sociedad. Una sociedad fracasada, por cierto. Probablemente he dicho esto muchas veces, un par quizás acá en este blog: la vida para mi no es mucho más que el sentido de lo cotidiano. El impulso que nos lleva a apoderarnos y modificar el mundo, nuestro entorno. Pero el ciclo obligatorio de la rutina no tiene relación directa con nuestras necesidades humanas, con nuestra necesidad de comprender las cosas, cómo se hacen, cómo funcionan, como funcionamos. Y no poh. No me quiero pasar la vida esperando.


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