Me cuesta creer en lo que siento

A veces siento que decidir ir al psicólogo es la decisión más importante que he tomado en la vida, no tan solo por cómo he avanzado en mi autoconocimiento desde que me regalo esa instancia, sino porque es la primera cosa que realmente decido por mi. Eso es algo que ella María Antonieta constantemente me repite: tú siempre estás en función de los demás. Entonces yo miro el espejo de la sala donde martes por medio nos encontramos ese espejo que bien podría estar ocultando a una clase completa de psicología, quizás sólo a su supervisor o probablemente a nadie y pienso que a veces, muchos días, no me gusta mirarme al espejo, rehuyo ver mi mi cara reflejada. Entonces, hoy le dije eso, algo que escondo hasta de mi porque entra en el rango de lo privado más vergonzoso, de las miles de capas bajo las cuales nos escondemos para protegernos de este mundo, de este mundo ingrato y lleno de sufrimiento y tan lleno de amor y belleza, también—.  Luego me preguntó: ¿Acaso hay gente en el mundo, por fea, por gorda, por incompleta, que no merezca cosas buenas? No lo dijo así, pero así lo entendí yo, porque siempre tiendo a pensar en las cosas como buenas o malas, aunque desde que la conozco a ella quizás desde el mismo momento que empecé a conocerme a mí me pasa que estar bien o no estar bien se convierten en categorías casi aleatorias, porque en realidad hace tiempo que la vida ya no corre entre lo bueno y lo malo como en la infancia. Y pienso en él, en esa la única experiencia de amor que viví y en cómo a veces lo extraño, anhelo lo linda y familiar que era nuestra vida, aunque al final las conversaciones ya no fueran tan interesantes y los fines de semana se sintieran aturdidos. De alguna forma, él fue una extensión de mi, parte de mi cuerpo, de mi sensación de reconocerme individuo y al mismo tiempo reconocerme como parte de un todo. Y aunque él se esfumó y nunca más quiso verme, eso se quedó conmigo. Nadie me lo puede quitar.

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